Charles White

Aquella noche la consulta aparentaba completa normalidad. Era ya casi la hora de cerrar, pero una luz permanecía aún encendida al final del pasillo, una luz que salía de uno de los despachos. La mayoría de empleados se habían marchado ya a sus hogares, esperando recibir el cariño de sus seres queridos después de un día más de trabajo. Fuera, en la calle, se podía percibir el ruido de los transeúntes que caminaban distraídos, sin un rumbo aparente, preocupados únicamente por sus propios pensamientos.

Dentro de la habitación, aún encendida, se podía escuchar el sonido que producen las teclas de un ordenador al ser golpeadas cuando alguien escribe. La doctora Nate tecleaba con la mirada clavada en el monitor, sin percatarse de nada más de lo que ocurría a su alrededor. No se había dado cuenta de que el reloj que estaba depositado en su escritorio marcaba en ese momento las nueve de la noche; que su pelo, pulcramente recogido a primera hora de la mañana, ahora estaba completamente enmarañado; que tenía una mancha en sus vaqueros azules, fruto del café que se había bebido instantes atrás. Pero no se había dado cuenta de lo más importante: ya no estaba sola en el despacho.

Dejó de teclear y se frotó los ojos, que ya acusaban el cansancio y, cuando terminó, pudo observar por fin a la persona que llevaba varios minutos allí parada, en el umbral de la puerta, esperando a que Nate se percatase de su presencia. Un hombre de estatura media, con una barba profunda y vestido con una camisa blanca y unos pantalones negros estaba allí, contemplando la escena minuciosamente.

—¿Cuánto tiempo lleva ahí? —preguntó la doctora Nate sobresaltada.

—Tan solo unos minutos —la voz del hombre sonaba fría y distante.

 

Permanecieron un instante en silencio, observándose el uno al otro.

—Por favor, tome asiento —dijo por fin Nate, señalando la silla que estaba al otro lado del escritorio en el que ella se encontraba.

—Claro —añadió el hombre al tiempo que hacía lo que le había indicado la doctora.

Una vez más se quedaron en silencio. El individuo aprovechó para observar mejor la estancia en la que se encontraba. Le habían hablado antes de esa clínica privada, pero nunca había estado allí. Se había ganado su prestigio debido a varios casos que tuvieron entre manos en el pasado, aunque en la actualidad su fama se había visto relegada a un segundo plano. La habitación no tenía ventana alguna y la única luz en aquel momento provenía de una pequeña lámpara que estaba situada en el escritorio de la doctora. Las paredes, blancas, estaban rodeadas de estanterías llenas de libros y de varias fotografías que rememoraban momentos mejores.

—Es un poco tarde para venir, pensaba que ya no acudiría a su cita —dijo Nate.

—Discúlpeme doctora, me ha resultado imposible venir a la hora acordada.

—¿Es eso o es que no ha querido que nadie le viese entrar aquí? —inquirió la mujer con

suspicacia.

El hombre, que se había mostrado algo distante desde que había llegado, por fin sonrió.

—No se le escapa una —reconoció.

—Es mi trabajo —respondió Nate.

Ahora la doctora también sonreía. La luz de la pequeña lámpara hacia que se le marcasen aún más sus pronunciadas ojeras, fruto sin duda de las largas jornadas de trabajo a las que se veía sometida.

—Su caso es especialmente particular —añadió Nate—. Normalmente no suelo hacer cosas así, pero me lo ha pedido un colega de profesión al que conozco desde hace varios años, por lo que no he podido negarme.

—Y realmente le estoy muy agradecido, doctora.

—Indíqueme su nombre, por favor —dijo la mujer al tiempo que tecleaba algo en el ordenador.

—Sabe perfectamente cuál es mi nombre —añadió el hombre con frialdad—. Tengo constancia de que sabe bastantes cosas de mí.

Una vez más, la doctora volvía a sonreír.

—Por supuesto, Charles. Solo quería ver hasta dónde estaba dispuesto a ceder.

—¿Ceder? —inquirió Charles— ¿A qué se refiere?

—A que, aunque ya sé todo lo que ha hecho, quiero que sea usted quien me lo cuente con sus propias palabras.

El hombre suspiró hondo y escudriñó a la mujer con una mirada penetrante. Parecía estar tratando de ver más allá de sus ojos; quería dilucidar qué decía su semblante, qué estaba pensando tras esa apariencia serena que pretendía mostrar.

—Muy bien, doctora, se lo contaré —cedió Charles.

—Soy toda oídos.

—Como bien sabe, hace apenas un mes que salí de prisión —comenzó a decir el hombre —. Mi historial es largo. Atracos a mano armada, homicidios en grado de tentativa, agresiones, hurtos…; nada que no sepa ya, probablemente.

—Pero usted está aquí por un motivo en concreto, Charles —dijo la doctora.

—Así es —reconoció—. La razón por la que estoy aquí esta noche no es otra que lo que ocurrió hace seis meses. ¿Ha oído usted hablar de Sam Beckford?

—Sí, es un conocido cantante —afirmó la mujer.

—Era un conocido cantante —le corrigió Charles.

—¿No me diga que usted…? —comenzó a decir Nate.

—Todo a su debido tiempo, doctora.

—De acuerdo, Charles, juguemos —dijo la mujer—. Adelante, cuénteme.

El hombre sonrió.

—Hace seis meses que llegó a mis oídos la noticia. Berthaster, la compañía discográfica, estaba en quiebra. Al parecer, debido a excesivos gastos en las giras de sus artistas y a endeudamientos con varios bancos, se habían visto obligados a cerrar definitivamente. Fue entonces cuando conocí al señor Beckford.

La doctora escuchaba expectante. De vez en cuando, tecleaba algunas palabras en su ordenador.

—Sam acudió a mí debido a las recomendaciones de un buen amigo. Berthaster le debía dinero y ahora, tras declararse en bancarrota, no tenía intención de pagarle.

—¿Qué era exactamente lo que pretendía que hiciera usted, Charles? —inquirió Nate. El hombre sacó del bolsillo de su pantalón una tarjeta y la lanzó sobre la mesa. La doctora se incorporó para poder leer lo que en ella ponía.

Llama a Charles White.

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—Durante un tiempo, repartí esto entre mis contactos más cercanos —añadió Charles ante la mirada curiosa de la doctora—. Cuando ellos sabían de alguna otra persona de confianza que necesitase de mis servicios, le entregaban mi tarjeta. Fuera de ese círculo, nadie podía encontrarme.

—Y Sam Beckford le llamó.

—Así es, doctora —afirmó el señor White—. Me pidió el encargo más ambicioso que me habían solicitado hasta la fecha. Debía recuperar el medio millón de dólares que le debía la discográfica.

—Usted aceptó, supongo.

—No solo acepté, sino que además llevé a cabo el trabajo de manera brillante, si se me permite decirlo.

La doctora observó a Charles con detenimiento. Las palabras frías de aquel hombre distante denotaban cierta pasión cuando hablaba de aquello a lo que se dedicaba.

—¿Qué pasó entonces? —inquirió la mujer.

—Creo que no tiene mucho sentido seguir hablando de esto —respondió el señor White, de nuevo volviendo a mostrar un tono completamente distante.

—Lo tiene si tenemos en cuenta —comenzó a decir Nate mientras abría un cajón y buscaba entre un montón de hojas— que debido a aquello usted estuvo varios meses en prisión.

La mujer le entregó unos recortes de periódico. Charles los agarró y comenzó a ojearlos. Todos ellos tenían un tema común: el asesinato de varios directivos de Berthaster hacía apenas seis meses.

—¿Realmente piensa que eso es llevar a cabo un trabajo de manera brillante, señor White?

El hombre rió entre dientes.

—¿Qué le hace pensar que fui yo el autor de los asesinatos?

La doctora, una vez más, volvió a mostrarse sorprendida.

—¿No fue usted?

—Esos asesinatos no llevan el sello White, doctora —sentenció Charles—. Cuando yo mato, solo se entera quien yo quiero que lo haga.

Nate anotó de nuevo algo en el ordenador.

—¿Usted sabe quién lo hizo? —preguntó la mujer.

El hombre suspiró hondo.

—El imbécil de Beckford me tendió una trampa. Quería que, además de recuperar su dinero, acabase con todas aquellas personas que habían arruinado su carrera. Yo le dije que no actuaba así, que yo no asesinaba a la gente si no tenía un motivo de peso.

—¿Medio millón de dólares no le parece un motivo de peso?

—Si me hubiese ofrecido medio millón de dólares por hacerlo no lo hubiese dudado, pero el muy tacaño no quería darme ni la cuarta parte.

Charles parecía estar enfureciéndose más y más a medida que pronunciaba cada palabra. Rememorar aquellos hechos, sin lugar a dudas, estaba haciendo que dejase de lado su actitud fría y calmada.

—Entonces no aceptó —dijo la doctora.

—¡Claro que no acepté! —gritó el señor White al tiempo que se levantaba de la silla—. Recuperé su maldito dinero, se lo devolví y di por finalizado mi trabajo.

Nate, que le observaba con suspicacia, no había perdido ni un ápice de su calma.

—Le ruego que se siente, señor White.

El hombre suspiró hondo varias veces. Parecía sentirse incómodo ahora que había perdido la paciencia.

—Discúlpeme, doctora —dijo al tiempo que se sentaba—. Recordar aquellos hechos no me sienta demasiado bien.

—Para eso está aquí, Charles, para que recordar aquellos hechos no le produzca estas reacciones. Dígame, ¿sabe a quién llamó Sam Beckford para que llevase a cabo los asesinatos?

—Eso no lo sé, doctora.

Nate tecleó algo más en su ordenador.

—¿Le suena el nombre de Walter Cheshi? —inquirió mientras seguía con la mirada clavada en el monitor.

Charles palideció al instante.

—¿Cómo dice? —inquirió el hombre.

—Walter Cheshi. ¿Sabe quién es?

Charles tragó saliva.

—¿Cómo sabe ese nombre, doctora?

—Simplemente lo sé —respondió.

Se hizo el silencio. El señor White estaba visiblemente incómodo, tenía la mirada clavada en el suelo y había comenzado a sudar. Nate esperaba pacientemente alguna reacción de su interlocutor; ahora tenía la sartén por el mango, lo sabía y no iba a desaprovechar esa oportunidad. Charles respiró hondo.

—Conocí a Walter Cheshi hace siete años —comenzó a decir—. Fue un encuentro casual. Yo estaba atravesando un mal momento, me habían despedido de mi trabajo y no tenía dinero para pagar el alquiler.

Esta vez la doctora no anotó nada en su ordenador, simplemente se limitó a escuchar detenidamente cada una de las palabras que decía su interlocutor.

—Una noche —continuó Charles—, mientras estaba en un bar, se me acercó y me pidió fuego. Conectamos enseguida y, cuando nos quisimos dar cuenta, llevábamos horas hablando. Me atrajo de él su forma de pensar, la visión que tenía del mundo y sus ideas revolucionarias; Walter Cheshi era todo lo que a mí me hubiese gustado ser.

—¿Se enamoró de Walter Cheshi, señor White? —inquirió la mujer.

—No sabría decirle si era amor o simplemente una gran admiración —reconoció Charles —. De lo que sí estoy seguro es de que no había sentido eso por ningún hombre antes.

Esta vez la doctora sí que anotó algo en su ordenador y, mientras lo hacía y tenía la vista clavada en el monitor, continuó escuchando las palabras del señor White.

—Cheshi me enseñó todo lo que sabía del negocio. Me introdujo en su mundo y, cuando quise darme cuenta, me había convertido en todo un experto. Un día, sin más, desapareció.

La doctora observó con detenimiento a Charles.

—¿Qué fue lo que ocurrió? —preguntó.

 

—Me dijo que iba a llevar a cabo un encargo Boston. No parecía algo complicado, solo tenía que darle un susto al ex novio de una estrella de cine, pero nunca llegó a hacerlo. Ya han pasado tres años desde aquello. No supe nada de él hasta hace…

—Seis meses —concluyó Nate.

—Así es, seis meses.

—¿Fue Cheshi quien asesinó a los directivos de Berthaster?

El señor White volvió a suspirar hondo. Sus ojos se tornaron vidriosos y parecía que le costaba más de lo normal encontrar las palabras adecuadas.

—Llevaba casi tres años sin saber nada de él y, de pronto, allí estaba —No había rastro de frialdad en la voz de Charles; esta vez, al contrario, parecía más vulnerable que nunca —. No esperaba verle allí, pensaba que había muerto, pero sin embargo había aceptado el encargo de Beckford; había asesinado a los directivos de la discográfica.

—¿Qué fue lo que ocurrió exactamente? —preguntó la mujer.

—Me infiltré en las oficinas de Berthaster por el tejado. Resultó más sencillo de que lo que esperaba ya que, debido a la bancarrota y a su inminente cierre, ya no tenían seguridad.

Nate continuó tecleando en su ordenador.

—Según los planos del edificio que me había dado Beckford —prosiguió—, en el sótano había una caja fuerte donde guardaban todo el dinero que no habían declarado y que pensaban repartirse entre los diversos directivos. Todo el edificio estaba desierto, no quedaba nadie trabajando allí, por lo que no tuve problema en llegar hasta mi destino.

—¿Fue allí donde se encontró con Cheshi? —inquirió la doctora.

—Eso ocurrió después —respondió el hombre—, primero entré en la caja fuerte y recuperé el dinero de Beckford. He de reconocer que cogí bastante más del medio millón de dólares; me lo tomé como una pequeña paga extra. Al salir estaba allí. Walter Cheshi, con aquella misma mirada de determinación que me atrajo tanto la noche que le conocí. Me sonrió y, por un instante, sentí que todo volvía a ser como antes, como antes de que desapareciese en Boston.

El reloj del escritorio de la doctora Nate marcaba las diez de la noche cuando Charles White comenzó a sollozar. Toda aquella frialdad que había mostrado desde su llegada al despacho había desaparecido por completo.

—Walter sonrió y, con la mano, me hizo señas para que le siguiera —dijo Charles—. Yo accedí sin pensármelo dos veces. Traté de hablar con él, de preguntarle qué le había ocurrido en Boston, dónde había estado todo ese tiempo, pero no respondió a ninguna de mis preguntas.

La mujer se había olvidado de teclear y estaba completamente centrada en las palabras del señor White.

—Cuando quise darme cuenta, estábamos frente a la sala de reuniones de la junta directiva de Berthaster. Walter sacó una pistola de debajo de su chaqueta, abrió la puerta de una patada y disparó a todos los presentes. Fueron disparos certeros que dieron de lleno en órganos vitales; acabó con ellos al instante.

Nate escuchaba sin perder ningún detalle del testimonio de su interlocutor. Todas sus sospechas parecían confirmarse.

—Fue entonces cuando comencé a escuchar sirenas —continuó Charles—. Me asomé por una de las ventanas y vi que el edificio estaba completamente rodeado de policías. Al darme la vuelta, Walter ya no estaba allí. Solo encontré su arma, pero no había ni rastro de él; había desaparecido por completo. Tenía que salir de allí como fuera y solo podía hacerlo por arriba. Subí hasta la azotea y, desde allí, salté al edificio de al lado. Pude bajar a la calle a través de la escalera de incendios y me alejé de allí sin que pudiesen detectarme.

—¿Qué ocurrió entonces? —inquirió la doctora.

—Actué como de costumbre. Me escondí varios días y, cuando pasó el revuelo, llamé a Beckford.

—¿Qué le dijo Beckford?

—Se sorprendió al recibir mi llamada —respondió el señor White—. No esperaba que, tras negarme a asesinar a los directivos de la discográfica, lo hiciese.

Nate arqueó las cejas.

—Pero usted no lo hizo, ¿verdad? —preguntó.

—No, como ya le he dicho, lo hizo Walter Cheshi.

—¿Usted tocó en algún momento la pistola que Cheshi dejó antes de marcharse de allí?

—No —respondió el hombre—, no se me ocurriría tocar el arma del crimen.

—Entonces, ¿cómo explica esto?

La doctora le mostró un informe policial. Charles lo cogió y lo examinó con un rápido vistazo.

—¿Cómo es posible que, si no tocó la pistola, encontrasen sus huellas en ella? —inquirió la mujer.

El señor White no podía creer lo que estaba leyendo.

—Eso no es posible—dijo tras permanecer un instante en silencio—. yo no cogí el arma, fue Walter Cheshi el que…

—¿Y también fue Walter Cheshi quien asesinó a Sam Beckford, señor White? —preguntó Nate.

—¡Claro que fue él! —aseguró Charles—. Se puso en contacto conmigo el mismo día que yo había quedado con Beckford para entregarle su dinero. Me explicó que, como yo había rechazado el encargo de asesinar a los directivos, Beckford le contrató para que él lo hiciese. Pero, además, quería que también me asesinase a mí.

—Así que Sam Beckford le encargó a Cheshi que asesinase a los directivos y a usted… —dijo la doctora más para sí que para Charles al tiempo que tecleaba en el ordenador.

—Exacto —respondió el hombre—. Pero, en lugar de asesinarme, Walter me contó todo. Me dijo que fuésemos juntos a hablar con él y, cuando llegamos al lugar donde habíamos quedado, le disparó.

—¿Dónde quedaron con Beckford, señor White? —inquirió la mujer.

—En un aparcamiento al lado de un centro comercial —respondió Charles—. Era tarde y no había nadie por la calle.

—¿Sabe que una cámara captó todo lo ocurrido?

Charles palideció.

—¿Cómo dice? —preguntó sorprendido.

La doctora Nate giró el monitor para que su acompañante pudiese ver el vídeo que estaba reproduciendo. Se trataba de una grabación de una cámara de seguridad realizada seis meses atrás. En ella se podía ver el aparcamiento de un centro comercial de Wrentham que, debido a las altas horas de la madrugada, estaba desierto. El suelo estaba mojado, pues había llovido horas antes, y no había ni un solo indicio que pudiese prever lo que iba a suceder a continuación. Unas luces iluminaron los charcos y, a los pocos segundos, un coche apareció y aparcó a lo lejos. Apagó los faros y se bajó de él un hombre rubio con el pelo corto, ataviado con una gabardina oscura y unos zapatos elegantes. Parecía nervioso, miró a ambos lados un par de veces y, al comprobar que no había nadie, se apoyó en su vehículo, sacó un paquete de tabaco del interior de su chaqueta y encendió un cigarrillo.

—Ese es Sam Beckford —afirmó Charles—. Nosotros no tardaremos en llegar.

A los pocos minutos, el suelo mojado volvió a iluminarse por los faros de un coche y, al momento, apareció en escena otro automóvil que aparcó enfrente de Beckford. Este no apagó los faros; de hecho, por la velocidad a la que se bajó el conductor, parecía que no había apagado ni siquiera el motor. El individuo que acababa de aparecer en escena, un hombre de estatura media con una barba profunda, parecía estar alterado.

—Y ese soy yo —reconoció el señor White—. Pero, ¿dónde está Cheshi? Nos bajamos a la vez del coche.

La doctora Nate hizo un leve gesto afirmativo con la cabeza.

En la grabación, Charles y Sam Beckford parecían tener una acalorada discusión. El cantante levantó la mano derecha e hizo ademán de golpear al señor White, quien respondió a la amenaza sacando una pistola del interior de su chaqueta. Beckford levantó los brazos en señal de súplica y negó varias veces con la cabeza, pero de nada sirvió lo que hizo; Charles White apretó el gatillo y el cuerpo inerte de Sam cayó al suelo, haciendo que se mezclase la sangre con el agua de los charcos.

Charles no podía creer lo que veían sus ojos. Recordaba perfectamente lo que ocurrió aquella noche, sabía que había ido con Walter a ver a Beckford y que él no había hecho nada. Cheshi había sido el culpable de todo, pero esa grabación parecía decir lo contrario. ¿Sería cierto lo que acababa de ver? ¿Realmente fue solo a su reunión con Beckford? No, eso era imposible; sabía perfectamente que había acudido allí con Walter Cheshi.

—Eso no es posible —dijo por fin—, no fue así como ocurrió.

—¿Y qué es lo que pasó según usted, Charles? —preguntó la doctora Nate al tiempo que volvía a colocar el monitor de su ordenador en la posición en la que estaba antes.

—Ya se lo he dicho —respondió—. Walter Cheshi vino conmigo a ver a Beckford; él fue quien le disparó.

La mujer le observaba fijamente mientras meditaba sus palabras.

—¿Por qué cree, señor White, que está aquí esta noche? —inquirió.

El hombre no sabía muy bien cómo responder a aquella pregunta. Hacía tan solo unos días estaba en una prisión de máxima seguridad y, sin que le explicasen nada, le sacaron de su celda y le llevaron a ver a un médico en Nueva York. Al principio pensó que se trataba de algo normal, una rutina que seguían con todos los presos, pero, tras varias sesiones, le enviaron a la más reputada consulta psiquiátrica de Delaware. A pesar de que no le parecía demasiado normal todo lo que estaba pasando, decidió ir, pues parecía que, si lo hacía, se libraría de su condena. No sabía cómo, pero la prensa se había enterado de que iba a acudir allí y, para evitar un escándalo mayor y ocupar todas las portadas de los periódicos sensacionalistas, decidieron que acudiría a la cita a última hora, justo antes de cerrar. Eso era todo lo que sabía de los acontecimientos que habían sucedido en los últimos días.

—Me enviaron aquí —respondió—, pero no sé el motivo.

—¿Cuál era su anterior trabajo, señor White? —preguntó la doctora—. Antes de conocer a Walter Cheshi.

—Era policía en West Newbury, ¿por qué?

—Así que la noche en la que conoció a Walter Cheshi le acababan de echar del cuerpo de policía, ¿correcto? —Nate estaba atacando los últimos cabos.

—Sí, me habían echado del cuerpo —reconoció el señor White; aún le dolía recordar aquello.

—¿Sabe el motivo, señor White?

Otra pregunta a la que tampoco sabía cómo responder. Desde muy joven había querido ser policía y, con tan solo dieciocho años, consiguió entrar en el cuerpo. Durante más de diez años sirvió fielmente y defendió la seguridad ciudadana; siempre había sido un policía que había acatado todas las órdenes que recibía, pero todo cambió tras aquel incidente. Un fría mañana de noviembre se vio metido de lleno, junto con su compañero Rutter, en una persecución. Charles no estaba acostumbrado a conducir de esa manera, así que perdió el control del coche y se estrelló contra un árbol. Él pudo salir ileso, pero Rutter no corrió la misma suerte.

Nadie culpó al agente White de la muerte de su compañero, pero él siempre sintió que era el responsable de lo ocurrido. Desde aquel día, Charles dejó de comer y cayó en una profunda depresión. Tuvieron que pasar varios meses hasta que pudo recuperarse y volver al trabajo, pero cuando lo hizo sintió que sus compañeros ya no le trataban como antes. Notaba que le miraban con odio, como si le culparan de lo que le ocurrió a Rutter. Pensó que, si se esforzaba, conseguiría que le perdonasen, pero no fue así. Por más que lo intentaba, no conseguía que el resto de policías se comportase de manera adecuada con él. Una noche, antes de terminar su ronda, el comisario le pidió que se reuniese con él en su despacho.

—¿Quería verme, comisario? —dijo Charles al entrar.

—Siéntese, agente White —le ordenó—, tengo algo que contarle.

El hombre accedió a lo que le dijo su superior.

—Verá, agente White, desde que se incorporó de nuevo le he notado muy cambiado. Entiendo que lo de Rutter le afectó más de la cuenta, pero creo que no está en condiciones de seguir en el cuerpo.

Charles entró en cólera. ¿De verdad le estaban echando? No daba crédito a lo que oía. Enfurecido, dejó su placa en el escritorio del comisario y salió de allí antes de que su superior terminase de hablar. Fue esa misma noche cuando conoció a Walter Cheshi.

—Me culparon de un incidente y me echaron —respondió el señor White.

La doctora Nate anotó algo más en su ordenador.

—Charles, ¿aún no se ha dado cuenta? —dijo centrando la atención de nuevo en su acompañante.

—¿Darme cuenta de qué? —inquirió el hombre.

—Walter Cheshi… es usted.

Aquello era una completa locura. El señor White conoció a Walter Cheshi cuando le echaron del cuerpo. Pasaron toda la noche bebiendo y hablando en aquel bar. Después, Walter le ayudó a conseguir empleo, le enseñó todo lo que sabía y le presentó a todos sus 

contactos.

—Eso es una locura —dijo el hombre.

—Piénselo, Charles. Piense en todas las veces que Walter Cheshi ha estado con usted.

El señor White lo meditó un segundo. La noche en la que estuvieron en el bar, aunque los dos bebieron, cuando el camarero les trajo la cuenta solo les cobró la mitad de las bebidas. Además, Charles ya conocía a todos esos contactos que Cheshi le había presentado de su etapa en el cuerpo de policía; en esta ocasión no trataba con ellos con una placa en el pecho, sino que estaba en su mismo bando. La noche del asesinato de los directivos de Berthaster, cuando Walter desapareció y dejó allí su pistola, en realidad el arma que Charles vio en el suelo era la suya. Cuando quedaron con Beckford, el señor White recordaba a la perfección que era Walter el que condujo el coche hasta el centro comercial, pero también recordaba con todo lujo de detalles que, para bajarse del vehículo, salió por la puerta del conductor. Todo aquello era muy extraño.

—No puede ser… —dijo el señor White.

Comenzaba a verlo claro, pero no podía creerlo. No quería creerlo.

—Claro que puede ser, Charles —sentenció la doctora—. ¿Por qué cree que, tras seis meses en prisión, le dejaron salir? Solo querían que le diagnosticara para poder ingresarle en un hospital psiquiátrico.

—Usted es increíble, doctora —comenzó a decir Charles, que estaba poniéndose más y más nervioso—, ¿cree que con solo una hora de charla va a poder realizar un diagnóstico?

—Yo no he realizado ningún diagnóstico —respondió Nate—, eso ya lo hizo el psicólogo de la prisión que se reunía con usted todos los días. Usted acudió a una consulta en Nueva York y luego aquí únicamente para que el doctor que ha llevado su caso recibiese otras opiniones.

El señor White sentía que el corazón se le iba a salir del pecho.

—Lo que usted tiene —continuó la doctora Nate— es un trastorno de identidad disociativo, conocido popularmente como trastorno de personalidad múltiple. Es un trastorno que se caracteriza por la presencia de dos o más identidades dentro de una misma persona y que está relacionado con experiencias traumáticas. Comenzó a ver a Walter Cheshi cuando falleció su compañero y fue despedido del trabajo, antes no se le había aparecido.

Charles no podía creerlo. ¿Era cierto lo que oía?

—Además, Walter Cheshi no es más que un anagrama de su nombre, Charles White — añadió la mujer.

—¿Un anagrama? —inquirió el hombre.

—Sí, una palabra creada a partir de la reordenación de las letras de otra palabra. Su nombre, Charles White, y el de Walter Cheshi tienen exactamente las mismas letras, pero ordenadas de diferente manera.

—No puede ser… —dijo Charles al tiempo que se levantaba de la silla.

Justo en ese instante entraron en la consulta dos policías y agarraron al señor White.

—Creo que con esto ha sido suficiente, doctora —dijo uno de los agentes—, nos lo llevamos.

—¿Dónde me llevan? ¡Soltadme! —gritaba una y otra vez Charles mientras le sacaban de la consulta.

Cuando se quedó sola, la doctora Nate miró el reloj de su escritorio, que marcaba casi las once y cuarto de la noche. Apagó el monitor de su ordenador y suspiró hondo. Había sido un día muy largo y estaba deseando volver a casa.

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