Gritos en el pasillo

PRIMERA PARTE

Muchas veces, no nos damos cuenta de lo que está sucediendo hasta que no es demasiado tarde. En ocasiones creemos intuir algo, pero no somos capaces de ver todo con claridad. Solo cuando no se puede hacer nada, cuando las consecuencias son inevitables, es cuando uno tiene conciencia de lo que realmente estaba ocurriendo. Eso fue lo que le pasó a Elisa y Fran aquella noche del seis de enero, pues no pudieron ver nada hasta que fue demasiado tarde. 

Sus intenciones eran buenas, las mejores podría decirse, pero eso no es suficiente para que las cosas salgan como se quiere. Salieron de casa por la tarde, dispuestos a pasar un fin de semana romántico en Segovia, haciendo caso omiso de las alertas por nieve que estaban azotando gran parte de la península esos días. 

 

—No será para tanto —decía él mientras conducía. Tenía la mirada clavada en la carretera; no quería pasarse la salida.

—Espero que estés en lo cierto —respondía ella—. ¿Llevas las cadenas?

—Sí, no te preocupes. Las compré ayer. 

 

Elisa miró, angustiada, la pantalla de su teléfono móvil.

 

—El GPS dice que hay una retención de más de dos horas en la AP-6. ¿Eso es normal?

—No lo sé —reconoció Fran—. Puede que, por la nieve, estén yendo despacio. No creo que debamos preocuparnos.

 

Pero sí debían preocuparse. 

 

A medida que avanzaban por aquella autopista e iban tomando más altura, el tiempo empeoraba. Había estado todo el día lloviendo, de hecho llevaba lloviendo desde la tarde del día anterior, pero no había llegado a nevar. Allí, en cambio, en el límite entre las provincias de Madrid y Segovia, la carretera estaba empezando a cubrirse de un manto blanco helado. Justo antes de pasar el túnel de Guadarrama, aquel que, al terminar, les mostraría el cartel de la comunidad autónoma de Castilla y León, los coches estaban completamente parados. 

 

—¿Qué pasa aquí? —preguntó Fran más para sí mismo que para Elisa. 

—¿Será por la nieve? —inquirió su pareja. 

 

Él echó un ojo al reloj de la radio, luego al indicador de combustible y, finalmente, miró a Elisa. Ella le observó con una mirada fugaz. Fue solo un instante, pero le sirvió para detectar nerviosismo en sus ojos; tenía miedo, no había duda. Quizás temía quedarse atrapada dentro del coche en mitad de una carretera, o tal vez lo que le preocupaba fuese tener un accidente debido a la nieve que cubría la calzada; lo que estaba claro era que la joven estaba intranquila. Pasaron unos veinte minutos hasta que, por el arcén derecho, apareció una furgoneta de mantenimiento de carreteras, que se detuvo justo al lado de su coche. De ella, se bajó un hombre calvo, vestido con traje naranja, que comenzó a observar la entrada del túnel. Una mujer, que iba de copiloto en el vehículo que estaba al lado del de Fran, bajó la ventanilla y le llamó.

 

—Hola —comenzó a decir alzando la voz, tratando de hacerse oír por encima de la ventisca—, ¿qué ha pasado?

—La carretera está cortada —gritó el hombre—. Están limpiándola y van a abrirla en unos minutos, pero la cosa pinta mal.

 

Tras terminar la frase, el trabajador volvió a subirse a su furgoneta y continuó su camino. 

 

—¿Has oído eso? —inquirió Elisa—. Ha dicho que la carretera está cortada y que pinta mal. Deberíamos dar la vuelta.

—Aquí no podemos darla, Eli —respondió su pareja—, tendríamos que cruzar el túnel para hacerlo. Además,  ha dicho que van a abrir la carretera, seguro que podemos pasar sin problemas. 

 

Inmediatamente, la mujer cogió su teléfono móvil y se puso a buscar información de lo ocurrido por internet. 

 

—No encuentro ninguna noticia que explique qué está pasando —dijo al cabo de un rato.

—Eso es porque no será para tanto, ya verás. 

 

Los coches estaban cubiertos por una fina capa de nieve cuando por fin comenzaron a moverse. En la calzada había empezado a formarse una pequeña capa de hielo, lo que hacía que el coche derrapase levemente, pero, a pesar de ello, no resultaba excesivamente complicado circular. Fran comenzó a sentir un nudo en el estómago, ya que nunca había conducido con esas condiciones meteorológicas. Al entrar en el túnel, sintió alivio; volvía a estar en un suelo estable.

Los metros de trayecto hacia el otro lado se hicieron interminables. Elisa pasó todo el camino en silencio, con el teléfono móvil en la mano, buscando alguna forma de salir de allí. Como Fran estaba conduciendo, ella era la única que podía encargarse de ello, así que tenía que ser lo más rápida posible. 

 

—Aquí cerca hay un pueblo, San Rafael. Podríamos desviarnos y pasar la noche allí —dijo por fin. 

—Sí, podría ser buena opción —reconoció él—. Veamos cómo está la carretera antes de tomar una decisión. 

 

Al salir del túnel de Guadarrama, la nevada era todavía más intensa, reduciendo considerablemente la visibilidad. A ambos lados de los carriles de la autopista, todo estaba cubierto por una gruesa capa de nieve.

 

—Creo que será mejor que reserves —afirmó Fran.

 

Ella asintió y obedeció al instante pero, al desbloquear su móvil y observar la página de reservas de hoteles, se llevó una sorpresa poco gratificante.

 

—Es increíble —dijo más para sí que para nadie más. 

—¿Qué ocurre?

—Prácticamente, todos los hoteles del pueblo están llenos. Seguro que muchos de los que estamos en el atasco hemos pensado lo mismo. 

 

El hombre suspiró hondo.

 

—¿Queda alguno libre?

 

La mujer echó un vistazo rápido antes de contestar. 

 

—Sí, queda uno —respondió—. Se llama la casona del pinar, no está en la calle principal del pueblo. Quizás nos cueste llegar con el coche. 

—Llevo las cadenas en el maletero, no hay problema. Reserva antes de que nos lo quiten.

 

Antes de que pudiesen tomar el desvío para San Rafael, ya habían cogido la habitación. Fran temía que por esa carretera no hubiese pasado la quitanieves y le costase más conducir pero, dada la gran cantidad de gente que, como ellos, habían decidido tomar ese camino, se podía circular sin problemas. 

Una vez en el pueblo, el panorama no era mucho más alentador que en la autopista. Las calles y los coches estaban completamente cubiertos de nieve, la temperatura era cada vez menor y la luna del vehículo estaba constantemente empañada, a pesar de que tenía el aire de la calefacción apuntando en esa dirección. 

 

—Gira a la derecha al llegar al semáforo —dijo Elisa, que había activado el GPS en su teléfono.

 

El hombre observó la calle por la que tenía que avanzar. Apenas tenía una pequeña elevación pero, dado que estaba cubierta de nieve, le resultaría muy complicado pasar por allí. Ella pareció leerle el pensamiento.

 

—Pisa el acelerador a fondo, seguro que subes —dijo tratando de animarle; ahora era ella la que mantenía la calma. 

 

Fran siguió las indicaciones de su pareja y, aunque le costó más de lo que le hubiese gustado, consiguió superar la cuesta. 

 

—Perfecto —continuó la mujer—. Ahora gira a la izquierda. 

 

Extendió el brazo para indicarle la calle por la que tenía que ir, una cuesta bastante más elevada que la que acababan de pasar. Allí había un coche, uno de esos todoterrenos que solo tienen tracción en las ruedas delanteras, que era incapaz de avanzar debido a la nieve. Al ver que el coche de Fran se acercaba, el conductor, un hombre de unos treinta años de edad, moreno, con el pelo largo y una barba arreglada, se bajó de su vehículo y se aproximó al de ellos, haciéndole señas para que bajase la ventana. 

 

—No puedo subir —dijo cuando por fin pudo escucharle—. Las ruedas me patinan y no llevo cadenas. 

—Nosotros llevamos —afirmó Elisa.

—Genial. Si queréis, os puedo ayudar a ponerlas. 

—Gracias, nos sería de mucha ayuda —reconoció Fran.

—Por supuesto —dijo el hombre—. Dejadme que aparque el coche y vuelvo enseguida.

 

Fue corriendo lo más rápido que pudo, pues había cada vez más nieve y no quería tropezarse, y, cuando llegó a su vehículo, se montó en él y lo movió escasos metros hasta quedar subido a una acera, al lado de un par de bultos de nieve bajo los que, presumiblemente, habría otros coches. Se apeó pero, en lugar de poner rumbo de nuevo hacia donde estaban Elisa y Fran, miró hacia el otro extremo de su todoterreno, hacia donde estaba la puerta del copiloto. De ella se bajó una mujer, con el pelo rizado y un gorro de lana negro con un pompón, que vestía un abrigo oscuro que le cubría prácticamente todo el cuerpo. Fran había aprovechado para bajarse y sacar del maletero un paquete donde llevaba las cadenas que había comprado el día anterior. Cuando fue a por ellas al centro comercial pensó que invertir dinero en esas fundas de tela era un gasto absurdo, pero ahora se alegraba de haberlo hecho; sin lugar a dudas, había sido una excelente compra. Tenía que agradecerle a Elisa que hubiese insistido tanto en llevarlas pues, de haber sido por él, hubiesen hecho el viaje sin ellas. Estaba tan ensimismado en sus pensamientos que no se había percatado de que el hombre de la barba estaba a su lado.

 

—¿Vamos al lío? —le preguntó con una sonrisa.

—Claro —respondió Fran.

 

Abrió el paquete y se pusieron manos a la obra. Lo primero que le sorprendió fue que solo hubiese dos fundas y no cuatro, ya que pensaba que las cadenas se ponían en todas las ruedas, pero dado que a su nuevo ayudante le parecía lo más normal del mundo que solo se incluyese un par, no dijo nada al respecto. Comenzaron a poner una de ellas, pero las manos se les quedaron enseguida heladas, por lo que resultó más complicado de lo que en un principio pensaban. Mientras ellos trataban de llevar a cabo su cometido, Elisa, que también se había bajado del coche, había comenzado a mantener una conversación con la otra mujer.

 

—¿También vais a la casona del pinar? 

—Sí —respondió Eli—, hemos reservado mientras estábamos en el coche.

—Nosotros hemos hecho lo mismo —reconoció con una sonrisa. 

—Elisa, por favor —le interrumpió Fran—, ¿podrías subirte al coche y moverlo un poco? Ya casi hemos terminado.

 

La joven observó las ruedas delanteras y vio que, efectivamente, habían colocado la funda alrededor de todo el neumático menos por la parte que estaba en contacto con la calzada. Enseguida, entendió lo que debía hacer, por lo que asintió y se introdujo dentro del vehículo. Quitó el freno de mano, metió primera, soltó muy despacio el embrague… y enseguida pisó el freno porque Fran le hacía señas desde fuera para que parase; le sorprendía que, con lo poco que había avanzado, fuese suficiente. Cuando salió del turismo, ya habían terminado de colocar las cadenas.

 

—Muchas gracias por ayudarnos —dijo Fran—. ¿Vais también a la casona? Si queréis, podemos llevaros. 

—Gracias, nos haríais un gran favor —reconoció el hombre—. Por cierto, me llamo Miguel.

—Yo soy Fran, encantado —dijo estrechándole la mano.

 

La mujer que iba con Miguel hizo lo propio y se presentó.

 

—Yo soy Leonor, pero puedes llamarme Leo —dijo dándole dos besos a Elisa primero y a Fran después.

—Encantada, yo me llamo Elisa. 

 

Hechas las presentaciones, los jóvenes se subieron a su coche mientras sus nuevos amigos iban a su vehículo a coger sus maletas. A los pocos minutos, los cuatro pusieron, por fin, rumbo al hotel. La cuesta era bastante pronunciada y el camino estaba completamente cubierto de nieve, pero gracias a las cadenas no les costó demasiado subir. Cuando avanzaron varios metros, llegaron a una especie de finca en la que había un letrero que, debido al temporal, era prácticamente imposible de leer. A pesar de todo, podía intuirse que ese era el alojamiento que buscaban, pues todo lo de alrededor parecían ser viviendas. Fran dudó si aparcar el coche allí mismo o, por el contrario, dejarlo en el aparcamiento del hotel. Finalmente, se decantó por meterlo dentro de la finca, pues pensaba que allí estaría más resguardado de la nieve. En aquel momento, no cayó en la cuenta del error que acababa de cometer.  

Dejó el vehículo en uno de esos estacionamientos que tienen un techo de metal, de esos que dan sombra en verano y resguardan de la lluvia en los días malos, y, tras parar el motor, todos sus ocupantes se bajaron, cogieron sus pertenencias y pusieron rumbo al interior del establecimiento.  Por fuera, el edificio parecía bastante antiguo pero, sin lugar a dudas, el interior había recibido una gran reforma, ya que desentonaba completamente con el aspecto de la fachada. Una vez dentro, un individuo, presumiblemente el recepcionista,  que no tendría más de veinticinco años, los observó con curiosidad. Era un hombre delgado, con las manos huesudas y unas profundas ojeras marcadas. Tenía el pelo negro como el carbón y los dientes amarillentos, probablemente debido a un exceso de café y tabaco. Vestía un jersey negro de lana, unos sencillos pantalones vaqueros y unas botas de montaña. 

 

—Buenas noches —dijo mostrando su descuidada sonrisa.

 

Las dos parejas se miraron; no sabían quiénes debían coger la habitación primero. 

 

—Adelante —dijo Elisa—. Vosotros primero.

 

Leo sonrió y se puso a hablar con el hombre del jersey.

 

—Había hecho una reserva a nombre de Leonor Martinez. 

 

El recepcionista, sin perder la sonrisa, asintió y comenzó a manejar el teclado del ordenador. 

 

—Aquí está —dijo enseguida—. Leonor Martinez. Habitación doble con bañera de hidromasaje, ¿verdad?

—Así es —respondió ella.

 

Fran se acercó a Elisa.

 

—¿Nosotros hemos cogido bañera de hidromasaje? —inquirió.

—Creo que no —respondió ella.

—Bueno, si nos la da, nos hacemos los locos. 

—Su habitación es la seiscientos diez —continuó el recepcionista extendiendo su mano y entregando una llave a Leo. Al hacerlo, su extremidad pasó por el haz de luz que provocaba uno de los halógenos del techo. Justo al atravesar el rayo de iluminación, a Fran le pareció ver que la mano de aquel hombre era la de un esqueleto—, está en la segunda planta. Tienen que subir las escaleras del fondo, no tiene pérdida.

—Gracias —respondió la mujer en tono entrecortado al tiempo que cogía la llave; sin lugar a dudas, ella había visto lo mismo.

 

Aquel individuo era bastante delgado, por lo que probablemente aquella imagen habría sido únicamente una ilusión óptica. A pesar de ello, no dejaba de ser inquietante. 

 

—Fran, nos vamos a la habitación —dijo Miguel extendiendo su mano—. Muchas gracias por todo. 

—Gracias a vosotros —dijo el joven devolviéndole el saludo. 

 

Justo en ese momento, sus tripas comenzaron a rugir. Eran casi las nueve de la noche y no se había llevado nada a la boca desde la hora de la comida, por lo que se moría de hambre. Todos los presentes se percataron del ruido de su estómago, lo que hizo que las orejas se le pusiesen rojas debido a la vergüenza. 

 

—Si quieren comer algo —comenzó a decir el recepcionista, volviendo a mostrar su poco higiénica dentadura—, pueden ir al restaurante del hotel. Es el edifico de enfrente. 

—Gracias —respondió Miguel. Se giró hacia Elisa y su pareja—. Nosotros bajaremos a cenar en un rato. Si coincidimos, os invitamos a una cerveza.

—¡Gracias! —exclamó la joven. 

 

La pareja agarró sus pertenencias y puso rumbo escaleras arriba. Eli aprovechó para hablar con el recepcionista. 

 

—Elisa Gómez, habitación quinientos doce. Está en la primera planta —dijo el hombre.

—Gracias —respondió ella. Al coger la llave que le ofrecía, rozó la mano del individuo. Fue tan solo un leve contacto, pero lo suficiente como para hacer que se estremeciera; ese hombre tenía algo raro, no había duda. 

 

Subieron las escaleras en silencio. Tan solo rompía aquella quietud los jadeos que emitían por cargar con las maletas. Al llegar al pasillo del primer piso, las luces, que eran de las que se activaban al captar movimiento, se encendieron. Fran, que iba delante, comenzó a observar el número de las puertas para dar con la suya. No comprendía muy bien por qué esas habitaciones, si eran las primeras, comenzaban por el número quinientos y no por el cien; eso era algo que, para saber, tendría que preguntar al siniestro recepcionista, pero no le apetecía demasiado hacerlo. Al llegar a su puerta, Elisa se adelantó y la abrió, atravesando el umbral en primer lugar. El dormitorio, aunque no era nada del otro mundo, también estaba reformado y contaba con una enorme cama de matrimonio. Él, nada más soltar el equipaje, echó una ojeada al cuarto de baño.

 

—Una pena, tiene plato de ducha —dijo meneando la cabeza. 

—Bueno, nos adaptaremos —respondió ella con una sonrisa pícara. 

—¿A qué te refieres? 

 

La mujer arqueó las cejas. 

 

—¡Oh! Entiendo —expresó al tiempo que soltaba una risita idiota. 

 

Ahora fue Elisa la que meneó la cabeza. 

 

—¿Vamos a cenar? Me muero de hambre.

—Claro —dijo él.

 

Salieron de nuevo al pasillo, cuyas luces, al detectar su presencia, volvieron a encenderse, y pusieron rumbo a las escaleras. A Fran le pareció escuchar los murmullos de varios niños hablando, por lo que giró la cabeza para ver de dónde provenían aquellas voces, pero el corredor estaba completamente desierto. 

 

—¿Qué ocurre? —le preguntó su pareja.

—Me ha parecido oír las voces de unos niños.

 

La joven le observó extrañada.

 

—Yo no he oído nada.

—Habrán sido imaginaciones mías —reconoció—. O quizás haya alguna habitación con niños. Es igual, vamos a cenar. 

 

Retomaron el camino y bajaron las escaleras. Al llegar a la recepción, se percataron de que el extraño individuo estaba de espaldas, buscando algo insistentemente en un mueble del fondo. Hablaba en susurros, pero lo hacía tan rápido y en un tono tan bajo que era prácticamente imposible discernir sus palabras. Estaba tan ensimismado en lo que hacía que ni siquiera se percató de que estaban allí. 

Salieron al exterior y pusieron rumbo al restaurante, que estaba a escasos cinco metros, pero debido a la nieve les costó más de lo normal llegar. De camino, Fran no pudo evitar la tentación de hacer una bola y lanzársela a su chica.

 

—Pero ¿qué haces? —inquirió tratando de sonar enfadada—. ¿Quieres guerra?

 

Rápidamente, Elisa agarró un puñado de nieve y se lo lanzó. Él, tratando de defenderse, hizo lo propio, recibiendo como respuesta un bolazo de nieve en la cara por parte de su pareja. Cuando llegaron al restaurante, tenían la ropa empapada y una sonrisa de oreja a oreja. 

Dada la cantidad de nueve que se había agolpado en la entrada, la puerta del local estaba cerrada, por lo que tuvieron que llamar para que les dejasen entrar. Al instante, un camarero alto y moreno les abrió y se hizo a un lado para que pasasen. 

 

—Buenas noches —dijo en tono cordial. Tenía un acento peculiar que no habían oído antes—. Tenían reserva.

—No —respondió Fran. Miró a Elisa extrañado. ¿De verdad alguien había hecho una reserva aquella noche, con la que estaba cayendo?

—Muy bien —continuó el camarero—. ¿Mesa para dos?

—Pues lo cierto es que…

—¡Aquí estáis! ¡Venid aquí!

 

Desde el fondo de la sala, Miguel había levantado la mano, indicándoles que se acercaran. 

 

—…Cenaremos con ellos —terminó Fran señalando a sus nuevos amigos. 

—Muy bien —respondió el trabajador con una sonrisa. 

 

Se sentaron enfrente de Leo y su pareja, que les estaban esperando mientras se tomaban una cerveza. 

 

—¿Qué tal la habitación? ¿Habéis encontrado todo a vuestro gusto? —inquirió Miguel cuando tomaron asiento. 

—Lo cierto es que no nos ha dado tiempo a verla a fondo, pero parece que está todo en orden —reconoció Elisa.

—Me alegro —respondió el hombre con una sonrisa.

—¿Habéis pedido ya? —preguntó Fran.

—No, os estábamos esperando —dijo Leonor. 

 

El joven respondió con una sonrisa. Aprovechó para echar un ojo al resto del local. Era una sala rectangular que, en un extremo, tenía la cocina y la barra y, en el otro, las mesas donde se sentaban los comensales. Tenía capacidad para dar de comer a unas treinta o cuarenta personas pero, aquella noche, solo había tres lugares ocupados. Al otro lado del restaurante, un matrimonio cenaba con sus dos hijos, un niño y una niña. El hombre era calvo, fornido y tenía una ligera barba; la mujer era alta, esbelta y llevaba el pelo largo hasta los hombros. En la mesa de al lado, una joven rubia con gafas miraba distraída su móvil, que sujetaba con la mano izquierda, mientras que con la derecha agitaba la cucharilla de su té. El resto de la estancia, a excepción de los camareros, estaba completamente desierta. Al observar la situación, no pudo evitar soltar una leve risa; parecían los protagonistas de una película de suspense de bajo presupuesto, de esas en las que aparece un psicópata y acaba matando a todos uno a uno. 

 

—Bueno, ¿cómo habéis acabado aquí? —inquirió Miguel—. Imagino que no vendríais buscando este hotel.

—Pues lo cierto es que no —reconoció Elisa—. Íbamos a Segovia, pero nos dio miedo continuar en la carretera. 

—Segovia estaba cerca, podríais haber seguido —dijo Leo.

—Sí, pero no quisimos arriesgar —respondió la joven. 

—¿Dónde ibais vosotros? —preguntó Fran

—A Cantabria. Teníamos pensado pasar unos días con los padres de Leo, pero la cosa se ha torcido —explicó el hombre.

 

En aquel instante, el niño de la pareja que cenaba a su lado se acercó a Elisa.

 

—¿Cómo te llamas? —le preguntó.

—¡Roberto, ven aquí! —le espetó el padre desde el otro lado del restaurante.

—Oh, no se preocupe —dijo la joven—. Me llamo Elisa. Tú eres Roberto, ¿no?

 

El pequeño se limitó a sonreír. La madre se acercó a ellos y trató de llevarse a su hijo de vuelta a la mesa. 

 

—Vamos, cariño —dijo agarrándolo por la mano. Levantó la vista y observó a las dos parejas—. Disculpad.

—No es ninguna molestia —dijo Fran.

—¿Ustedes también están hospedados en el hotel? —preguntó Miguel—. Íbamos a tomar algo antes de volver a la habitación, ¿quieren acompañarnos?

 

La mujer se giró para observar a su marido, que tenía a su hija en brazos. Escudriñó con la mirada a todos ellos y, al comprobar que eran de fiar, se levantó y se unió a su esposa.

 

—Gracias por aceptar la invitación. Yo soy Miguel y ella es Leonor, mi pareja —comenzó a decir.

—Podéis llamarme Leo —añadió la aludida.

—Los jóvenes son Elisa y Fran —continuó Miguel—, ellos han sido los que nos han traído hasta aquí.

—Encantado, mi nombre es Eduardo —dijo estrechándole la mano.

—Yo soy Yaiza —añadió la mujer al tiempo que daba dos besos a sus nuevos amigos. Cuando terminó, señaló a sus hijos—. A Roberto ya le habéis conocido y ella es Sofía.

—Un placer —dijo Fran.

 

Mientras arrimaban una mesa y unas sillas, Miguel aprovechó para llamar al camarero.

 

—¿Os apetece tomar unas cervezas? —preguntó sin mirar a nadie en concreto.

—Sí, ¿por qué no? No tenemos que coger el coche para volver —bromeó Eli.

 

Todos rieron levemente.

 

—¿Quiere unirse también? —inquirió Leo a la chica que estaba con el móvil.

 

La mujer levantó la vista y miró a su alrededor. En sus ojos, que se veían enormes a través de sus gafas, parecía intuirse que era la primera vez que se percataba de que no estaba sola en el local. 

 

—¿Se refiere a mí? —preguntó con una voz tímida, casi chillona. 

—Sí —respondió—. ¿Quiere una cerveza?

 

Dudó un instante.

 

—Bueno, si tienen cerveza sin gluten, aceptaré encantada. Soy celíaca. 

—Me temo que no tenemos —dijo el trabajador.

—Entonces tomemos otra cosa —dijo Miguel—. ¿Os gusta el ron? 

 

Como todos aceptaron, el camarero fue a la barra y, enseguida, regresó con las bebidas. La última invitada, que se presentó como Lucía, guardó su teléfono y se sumó a la mesa. Comenzaron a charlar alegremente mientras el contenido de sus copas iba disminuyendo. 

 

—Nosotros venimos de Toledo —dijo Eduardo—. Los niños querían ver la nieve, así que llegamos esta mañana. El problema es que, como siga nevando, nos va a costar salir.

—Yo soy de Madrid —añadió Lucía—. Iba a Ávila a pasar el fin de semana con unas amigas, pero me ha resultado imposible continuar. 

—Nosotros íbamos a Segovia a celebrar allí nuestro aniversario —reconoció Fran.

—¡Vaya! —exclamó Miguel al tiempo que daba un trago de su copa—. ¿Cuántos años lleváis juntos?

—Hemos hecho dos —respondió Elisa.

—Eso se merece un brindis —dijo Leonor. 

 

Todos se levantaron y brindaron en honor a la pareja. Continuaron charlando hasta que les indicaron que el restaurante iba a cerrar, por lo que tuvieron que salir a la fría noche y poner rumbo a sus habitaciones. Fuera, en la calle, la nieve no daba tregua. Al entrar al hotel, el recepcionista les concedió una de sus inquietantes sonrisas.

 

—Bienvenidos —dijo al verles llegar—. Todos nuestros huéspedes juntos… da gusto ver que hacen buenas migas. 

 

Ninguno dijo nada; simplemente se dedicaron a mostrarle una sonrisa cortés y a continuar su camino. Subieron las escaleras y, al llegar al rellano del primer piso, se detuvieron.

 

—Aquí nos quedamos nosotros —dijo Elisa.

—Yo también —expresó Lucía.

—A nosotros aún nos queda una planta —informó Leo.

—Pues nosotros estamos en la tercera —añadió Yaiza.

 

Fran arqueó las cejas. 

 

—¿No os resulta extraño que, siendo los únicos huéspedes en el hotel, nos hayan puesto en pisos diferentes? —inquirió—. Lo normal hubiese sido que nos hubiesen colocado en habitaciones contiguas, así tendrían menos que limpiar al día siguiente. 

—Bueno, quizás se deba al tipo de habitaciones —dijo Miguel—. Nosotros tenemos bañera con hidromasaje y ellos vienen con niños. Puede que sea por eso.

—Sí, podría ser —reconoció Fran—. Pero, igualmente, me parece raro.

—Disculpad a mi chico, cuando se toma un par de copas se cree Sherlock Holmes —bromeó Eli.

 

Todos rieron. Tras la despedida, el grupo se dividió en dos y, mientras unos continuaban su camino escaleras arriba, los otros avanzaron por el pasillo, cuyas luces se encendieron al detectar su presencia. La pareja se detuvo en la habitación quinientos doce, mientras que Lucía continuó hasta la quinientos catorce. 

 

—Conque Sherlock Holmes, ¿no? —dijo Fran cuando entraron en su dormitorio y cerraron la puerta. 

—Es broma, cariño —respondió Elisa con voz dulce. 

 

El joven agarró a su chica por la cintura y comenzó a besarla.

 

—Tenía ganas de quedarme a solas contigo, ¿sabes?

—Ah, ¿sí? ¿Y a qué se debe? —preguntó ella mientras le arrastraba hacia la cama. 

 

Sin dejar de besarse, se tumbaron en la cama y, lentamente, comenzaron a desnudarse. Tenían las botas y la parte baja de los pantalones húmedas debido a la nieve, por lo que fue un alivio desprenderse de esas prendas. Elisa se tumbó boca abajo mientras su novio le besaba la espalda y trataba de desabrocharle el sujetador. Sin previo aviso, se detuvo en seco.

 

—Oh, oh… 

—¿Ya? —preguntó ella al tiempo que giraba la cabeza—. Si no te he tocado.

—No es eso —respondió un tanto ofendido—. He olvidado coger los preservativos. Están en el coche. 

—Oh, Fran…

 

La joven dejó caer su cabeza contra la almohada.

 

—Puedo ir a por ellos, no tardaré nada.

—Es igual, cariño —respondió ella—. Estoy cansada por el viaje, los nervios y, además, he bebido. Creo que será mejor que me lave los dientes y me vaya a dormir.

—¿Estás segura?

—Sí, y tú deberías hacer lo mismo. Te apesta la boca a ron. 

 

Elisa se levantó, sacó de su maleta un pijama, el neceser y entró en el cuarto de baño. Cuando salió, a los pocos minutos, se había cambiado de ropa, se había desmaquillado y estaba lista para meterse en la cama.

 

—Te toca —dijo con voz infantil mientras saltaba sobre el colchón y se tapaba con la manta.

 

Fran la observó con ternura.

 

—¿Qué ocurre? —preguntó ella.

—Te quiero —respondió al tiempo que la besaba—. Feliz aniversario. 

—Feliz aniversario —dijo con una sonrisa.

 

El joven también entró en el cuarto de baño y, cuando salió, se metió en la cama y apagaron la luz. Charlaron durante un rato de cosas banales, reconocieron que sus nuevos amigos eran encantadores y que el recepcionista parecía sacado de un manicomio y, a los pocos minutos, se quedaron completamente dormidos. 

Fran tuvo un sueño extraño. Estaba en esa misma habitación, pero era algo diferente, más oscura quizás. En el lugar donde estaba la televisión, había un gran cuadro de un paisaje nevado, en el que alguien había pintado una pareja de ciervos. Miró alrededor; estaba completamente solo. De repente, comenzó a escuchar una voz femenina. 

 

—¡No hagáis ruido! ¡No hagáis ruido! —decía una y otra vez.

 

Contrariado por aquella orden, pues consideraba que había permanecido casi todo el tiempo en silencio y que estaba recibiendo una regañina que no era merecida, decidió darle motivos a aquella mujer para que le ordenase estar callado, así que se puso a gritar. Al principio le costó un poco pero, finalmente, lo hizo con todas sus fuerzas. El problema era que no solo había gritado en sueños, sino también en la vida real, así que acabó despertando a Elisa quien, sobresaltada, dio un respingo en la cama. 

 

—¿Qué te ocurre, Fran? ¿Estás bien? —preguntó hecha un manojo de nervios. 

 

Su pareja, que aún no podía distinguir entre sueño y vigilia, agitó la cabeza a ambos lados sin saber muy bien dónde estaba. 

 

—¿Qué pasa? ¿Qué pasa? —preguntó mientras abría los ojos.

—Que estabas gritando —respondió la mujer. 

—¿Estaba gritando? ¡Vaya! Soñaba que lo hacía, pero no sabía que lo estaba haciendo de verdad. 

 

La joven arqueó las cejas.

 

—¡Me has dado un susto de muerte, idiota!

—Lo siento, no lo he hecho a propósito —se disculpó al tiempo que la abrazaba. 

 

Ella le devolvió el gesto mientras apoyaba la cabeza en su pecho. Al cabo de unos instantes, el hombre se incorporó.

 

—Tengo sed, voy a beber agua al baño. 

 

Se levantó y puso rumbo al lavabo. Abrió el grifo, agachó la cabeza y bebió hasta sentirse completamente saciado. Fue entonces, cuando cortó el agua, cuando los oyó. Gritos. Una especie de alaridos, seguidos por pasos acelerados que provenían, sin lugar a dudas, del pasillo. Salió del baño y se acercó a la puerta de salida de la habitación. Como toda la estancia estaba a oscuras, la luz de las lámparas del corredor se colaba por las rendijas; sin lugar a dudas, al otro lado de la puerta, había luz. 

 

—¿Qué pasa? —preguntó Elisa.

—¡Chist! No digas nada y ven aquí —susurró Fran. 

 

La joven obedeció al instante. Al llegar a su lado, su pareja le indicó la puerta.

 

—¿No lo oyes?

—¿El qué? —inquirió agudizando el oído—. No sé a qué te…

 

Pero entonces lo escuchó. Eran gritos, no había ninguna duda. Unos bramidos de desesperación, de miedo, a los que acompañaban unos pasos incesantes. Todo ello tenía su origen en aquel pasillo, en el que además la luz permanecía encendida. Cuando habían salido de la habitación rumbo al restaurante, se había percatado de que las bombillas se apagaban prácticamente en el instante en el que dejaban de captar movimiento, pero en aquel momento estaban encendidas. Eso solo podía significar una cosa: había alguien al otro lado.

 

—Voy a abrir la puerta —dijo el hombre.

—¿Qué? ¡No lo hagas!

—He de hacerlo, Eli —expresó al tiempo que miraba a su pareja directamente a los ojos— sea quien sea la persona que está en el pasillo, parece necesitar ayuda. 

 

Extendió su mano. A medida que esta avanzaba hacia el pomo, los gritos iban en aumento. Habían comenzado como susurros, pero ahora parecían berridos desesperados, chillidos de terror que hacían que se le helase la sangre. Giró el picaporte y abrió la puerta de par en par. En el pasillo permanecían las luces encendidas pero, al contrario de lo que les había parecido, estaba completamente desierto. Justo en ese momento, cesaron los gritos. Asomó la cabeza y miró a ambos lados del corredor, pero no encontró allí a ninguna persona. ¿Qué podría significar todo aquello? Elisa también asomó la cabeza y, al comprobar que no había nadie, tiró de su chico hacia dentro y cerró la puerta con llave. 

 

—No sé qué está pasando, Fran, pero esto me da muy mal rollo.

 

El hombre suspiró hondo. 

 

—Mira, es evidente que estamos cansados —comenzó a decir—. Probablemente, hayamos creído escuchar algo que realmente no ha pasado. 

—Pero ¿cómo explicas que estuviesen encendidas las luces? —inquirió señalando la iluminación que se colaba por las rendijas. 

 

En aquel instante, las bombillas del pasillo se apagaron. 

 

—No lo sé, quizás esté estropeado —respondió—. O quizás haya pasado Lucía, qué sé yo.

 

Ante aquella idea, Elisa se tranquilizó.

 

—Seguro que tienes razón —reconoció.

—¿Vamos a la cama? —inquirió con una sonrisa. 

—Claro. 

 

Aunque no quería reconocerlo, Fran sabía perfectamente que aquellos gritos no habían sido producto de su imaginación. 


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